«Diálogos de tambor»
Las tamborradas, el tambor, al contrario que los desfiles procesionales no son actos para ver, sino para participar. Quienes tienen acostumbrado el sentido de la vista a recrearse en las luces, formas, el color y las formas, difícilmente pueden entender la magia que se esconde detrás del tambor.
El tambor se creó para el oído, no para la vista, de ahí que no pueda ser escrutado con el sentido de nuestros ojos. Para entenderlo, sólo quedan dos opciones: lo tocas o te sumerges en la turba que lo hace dejándote embriagar por su sonido y su son. Con el tambor vale lo de participa, escucha, dejarse llevar, pero no el ver.
Desde que comenzaron las tamborradas en Jumilla con el «Cristo de la Sangre», he seguido su paso con mi cámara, al igual que hago con los desfiles procesionales y, si algo he aprendido en este tiempo, es que el tambor no está hecho para el objetivo de la cámara. Nunca sus lentes saben captar la esencia de lo que allí ocurre. Participar en la tamborrada no es pararse al borde de la cera y verlos desfilar, con ella no hay término medio, te pones a tocar o te dejas embriagar por sus sones y ritmos. Estás condenado inevitablemente a tocar los palillos o a palpitar a su ritmo, no hay término medio.
Los objetivos, la cámara, el saber y la técnica acumulada en estos años, apenas son capaces de captar lo que ocurre allí. Es imposible reflejar en una imagen el diálogo que establecen dos tambores respondiéndose, al que se une otro y después varios más. Así, hasta unirse en un frenético tocar y dialogar entre ellos que anula cualquier sensación ajena a ese vibrar común de sus pieles, a esa comunión en el toque de los compañeros.
Intentar plasmar cuanto les cuento en imágenes es un vano intento, pero dejen volar su imaginación, presten su oído imaginario a este frenesí de redobles y sones y, quizá, las imágenes que les dejo puedan ayudarles a comprender una tamborrada, aunque nunca se hayan sumergido en ella.
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Las tamborradas, el tambor, al contrario que los desfiles procesionales no son actos para ver, sino para participar. Quienes tienen acostumbrado el sentido de la vista a recrearse en las luces, formas, el color y las formas, difícilmente pueden entender la magia que se esconde detrás del tambor.
El tambor se creó para el oído, no para la vista, de ahí que no pueda ser escrutado con el sentido de nuestros ojos. Para entenderlo, sólo quedan dos opciones: lo tocas o te sumerges en la turba que lo hace dejándote embriagar por su sonido y su son. Con el tambor vale lo de participa, escucha, dejarse llevar, pero no el ver.
Desde que comenzaron las tamborradas en Jumilla con el «Cristo de la Sangre», he seguido su paso con mi cámara, al igual que hago con los desfiles procesionales y, si algo he aprendido en este tiempo, es que el tambor no está hecho para el objetivo de la cámara. Nunca sus lentes saben captar la esencia de lo que allí ocurre. Participar en la tamborrada no es pararse al borde de la cera y verlos desfilar, con ella no hay término medio, te pones a tocar o te dejas embriagar por sus sones y ritmos. Estás condenado inevitablemente a tocar los palillos o a palpitar a su ritmo, no hay término medio.
Los objetivos, la cámara, el saber y la técnica acumulada en estos años, apenas son capaces de captar lo que ocurre allí. Es imposible reflejar en una imagen el diálogo que establecen dos tambores respondiéndose, al que se une otro y después varios más. Así, hasta unirse en un frenético tocar y dialogar entre ellos que anula cualquier sensación ajena a ese vibrar común de sus pieles, a esa comunión en el toque de los compañeros.
Intentar plasmar cuanto les cuento en imágenes es un vano intento, pero dejen volar su imaginación, presten su oído imaginario a este frenesí de redobles y sones y, quizá, las imágenes que les dejo puedan ayudarles a comprender una tamborrada, aunque nunca se hayan sumergido en ella.