Vivimos tiempos de postrimerías, tiempos de generaciones echadas a perder, sin fruto, como la recientemente bautizada generación ni-ni; que suena a nihilismo refrito. Nuestro país tiene una largísima tradición en generaciones huecas; basta con leer el Lazarillo de Tormes ver lo que desfila por sus páginas. Lo que pasa es que de eso hace quinientos años. Por eso hoy quiero hablar no de lo que viene, que bien descrito está por Plácido, sino de lo que se fue; de los últimos.
Hace mes y medio nos dejó el que ha sido calificado como "el último libertario", Pedro Luis Díaz Cerezo. Todos los jumillanos con algo de vida a cuestas saben de quién hablo, pero no lo traigo a estas páginas para glosar su biografía: sus años antes de la guerra en la Barcelona revolucionaria, sus experiencias en el frente, sus diez años de cárcel o su vida de sindicalista de la CNT en medio de la España franquista. Lo recuerdo porque es un último; podría haber sido y hecho cualquier otra cosa y lo que lo definió seguiría incólume: su rectitud, su dignidad. Perteneció a esa clase de hombres que, como García Rúa o García Calvo, son admirados incluso por quienes sostienen ideas y posturas radicalmente diferentes. El modo de vida de Pedro Luis ya no se lleva, diría que ya no existe, en un mundo sin ideas y donde el relativismo ético es moneda de cambio, pero eso no quiere decir que su estatura moral no pueda ser ejemplo para el porvenir. Entre tanto, nos quedamos con lo que nos dejó, sus escritos, siempre lúcidos, sus poemas o, por citar algo concreto, ese bosquecillo de olmos y pinos que crece a la vera del Charco del Zorro, levantado por él con el único interés de que quedara un pequeño espacio verde para las gentes venideras.
El otro último del que hablaré hoy es mucho menos conocido que Pedro Luis, y sin embargo se ha quedado en nuestro lenguaje como si supiéramos todo de su vida y milagros. Yo lo llamo "el último quinqui" y tengo muy fresca la imagen de su figura en la retina, aunque hace varios años que murio. Recuerdo la "tarja" pegada en un escaparate; José, no recuerdo los apellidos, de mote "Pancholi". El alias ha sido utilizado profusamente en Jumilla para describir a un pobre de solemnidad, a alquien que nada tiene. Incluso aquí, en El Rendrijero, evocó Legolas su nombre para evidenciar que sería capaz de votar a una lista encabezada por "Pepito Pancholi"; si quieren que les diga la verdad, viendo lo que nos rodea, creo que yo también. Pero "Pancholi" no es especial por eso, de hecho, el payaso Coluche estuvo a punto de ganar unas eleciones en Francia hasta que los políticos "oficiales" lo amenazaron incluso de muerte y se tuvo que retirar. Miserias de la democracia. No. "Pancholi" no es grande por cosas así, "Pancholi" es grande porque hasta el final de su vida fue fiel a sí mismo, no quiso más de lo que necesitaba para subsistir, no gustó de aparentar y, al después de todo, creo que a su manera fue más feliz que todos nosotros. Lo recuerdo sentado junto a su casa de madera, la única chabola auténtica que he visto en Jumilla, instalada en los solares del antiguo campo de futbol que hoy es el Centro de Formacion y Experiencias Agrarias. Llenó nuestra infancia de pequeñas alegrías: rosas de los vientos de papel charol, trompetas de plástico, globos llenos de gas y dudosas esperanzas. Su exiguo puesto iba de Semana Santa a Feria y de Feria a Semana Santa. Un vendedor de Nintendo's de hace cuarenta años. Era un quinqui, un quinqui que tenía algo de asceta, de anacoreta y que nunca pidió o ambicionó lo que no era suyo.Lo recuerdo también en sus últimos años, vestido con un traje de chaqueta blanco, impecable y resplandeciente, como un pakistaní de los suburbios de Londres (y, por cierto, la palabra Pancholi no sólo es un diminutivo español de Francisco sino también un apellido de la India). Seco, oscuro, con su bigote blanco, siempre fue serio, callado y adusto. Mi último recuerdo de él, un año antes de su muerte, es extraño; vestido con su traje blanco entró en una tienda de informática y preguntó por un teléfono móvil a la dependienta. Siempre me he preguntado, yo que de nada lo conocía, a quién diablos podría llamar "Pancholi" con aquél móvil.
Os dejo con otro recuerdo, muy confuso, muy antiguo. Me compró mi abuela un globo, un globo de gas blanco salpicado de colores más bien desvahídos. Tras pagarle a "Pancholi", me lo puso en la mano, que por falta de atención dejó que se escapara casi en el acto. Yo veía el globo subir y subir, alejarse, hacerse más pequeño, y las lágrimas erán más abundantes a medida que el globo desaparecía. Miré instintivamente al puesto y a "Pancholi". "Pancholi", que miraba el globo, bajó la vista y me miró a su vez. Con la lentitud de los santos, agarró otro globo y me lo puso en la mano. Y mi abuela y yo nos alejamos felices con el globo nuevo de "Pancholi".
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