«El último Torero»
En la mañana del Sábado las cámaras de TV, el recién homenajeado agricultor del año, los organizadores del acto de ayer en el Castillo y unos cuantos amigos éramos acogidos en las bodegas J. M. Martínez Verdú, donde tuvimos ocasión de disfrutar además de sus excelentes caldos, del paraje de la Hoya Torres en las que se ubican sus instalaciones contando con la hospitalidad de su anfitrión. En este ambiente más relajado, tuve la oportunidad de platicar distendido con nuestro agricultor del año, con más detenimiento del que permitía su acto de homenaje.
Recepción de invitados y visita a Bodegas J.M. Martínez Verdú
Conocí a Francisco Olivares hace veintiocho años, eran circunstancias aciagas y poco propensas para la alegría. Por aquellos días, el tendría mi edad actual y según me cuenta ahora Francisco: “Tú eras muy joven, un crío…”. Por entonces él, había conseguido reunir un buen número de viñedos que cultivaba, siendo uno de los socios de la Cooperativa San Isidro que aportaban más de doscientos mil kilos de uva.
Fue uno de los muchos agricultores que acudieron a formar parte de aquella Junta de salvación (así la llamamos), para intentar poner orden en aquel desbarajuste financiero por el que pasaba la cooperada institución. Ahora en nuestra conversación me decía: “Te acuerdas de las interminables reuniones de la Junta hasta la madruga…” “…Esta crisis de ahora es aún peor que aquella, me parece a mi…” Como no quería que nuestra conversación discurriera por recuerdos comunes, que a ambos nos dejaron huella indelebles y, algunas dolorosas, cambie de tercio preguntándole por el día que se marco su Torero, “Anda, cómo sabes tu eso, si no habías nacido” (me dice sorprendido), pues seguramente pocos saben hoy que un Torero era una filigrana de labranza hecha con la maestría de un mulero consagrado. Se trataba de coger un par de mulas y atravesar un paraje de norte a sur, vamos, de umbría a solana o viceversa, en línea recta haciendo un surco en cuantos bancales, ribazos o desniveles uno se encontraba a su paso. Oía contar de pequeño a los viejos agricultores que, los dueños de las fincas afectadas, no podían quejarse del paso por sus tierras si el Torero estaba tirado como Dios manda: templado y en perfecta alineación recta. De ahí, que sólo los muleros consumados se atrevieran a realizar tal proeza.
Francisco Olivares en tertulia con Andrés y recorriendo los viñedos de Vedú
Me cuenta Francisco que tuvo que ser en 1940 o 1941 (lo recuerda por las fechas de su mili en Canarias), cuando un buen día en el paraje del «Pino doncel» decidió surcar el valle y marcarse su Torero, pues como el bien cuenta: “entonces no teñíamos na pero mi padre nos enseño a labrar bien, a ser buenos muleros”. Para él había llegado la hora de demostrar su valía y destreza, por eso ni corto ni perezoso, se lanzó al reto desde la umbría hacia la solana de la finca «La Campana». Tuvo que hacerlo bien, porque ningún vecino dio queja alguna, al igual que tampoco la dieron de su hermano quien por esas fechas se tiró otro Torero, este en sentido inverso y más al sesgo cruzando el de Francisco en un punto del mismo paraje
Era un logro efímero que rápidamente era borrado por las labores de aquellas parcelas que atravesaba; pero era un reto, un examen, un dar fe de la maestría alcanzada tras muchos años de esfuerzo y aprendizaje detrás de un par de mulas. Efímero sí, pero todavía se recuerda que los Toreros de los hermanos Valerianos en el Pino Doncel, fueron quizá las dos últimas gestas de una estirpe de muleros hoy desaparecidos. Y lo que es peor, hemos olvidado el valor del esfuerzo por hacer las cosas bien, por superar nuestras limitaciones, por alcanzar retos tan efímeros como el Torero que un día se marco Francisco Olivares Jiménez.
Francisco, en nuestra despedida me dice: “Bueno hijo hasta otro ratico como este, aunque yo te veo amenudo, sigo la Rendrija que, aunque sea estrecha, entramos tos”
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