Esta no es una foto de almendro en flor cualquiera, es la imagen de mi almendro, él ha formado, desde siempre parte de mi vida. Lo plantó mi padre antes de nacer yo para más tarde injertarlo de albaricoquero, así lo conocí siendo un niño. Durante muchos años me he subido a las cruces de sus ramas para coger sus frutos tanto en forma de albérchigos (de este modo designábamos de críos los albaricoques verdes), como de fruta madura de la que tantos años me deleite comiendo.
A mediado de los ochenta, en uno de esos años de sequía pertinaz con las que nos obsequia este riguroso clima que tenemos, el albaricoquero se secó pasando a mejor vida. Fue a la primavera siguiente cuando desde las raíces broto un fino tallo de almendro que, con los años fue creciendo en el viejo ribazo donde años atrás se enseñoreó el frutal; sin embargo, ya nunca le preste atención mientras él continuó creciendo de forma salvaje olvidado de su dueño y rodeado de viñedos.
Esta tarde caminando por el lindero de la viña el solitario y viejo árbol, vino a llamar mi atención con un precioso manto floral. Allí erguido, y desplegando sus flores a contraluz ofrecía una maravillosa estampa de la que, mis mejores técnicas fotográficas, no hacen ni de lejos justicia.
Pocas veces he sentido con tantísima fuerza el aferrarse a la vida de un ser vivo, como al ver el maravilloso espectáculo que este viejo almendro me ofrecía en este atardecer en una desapacible tarde de febrero. Tanto, que me he prometido ocuparme de él con esmero en lo sucesivo.
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